sábado, 24 de enero de 2009

HOMENAJE A VÍCTOR PIMENTEL GURMENDI

FORO DE CULTURA Y TURISMO

DVD en homenaje al arquitecto Víctor Pimentel Gurmendi, inclaudicable e infatigable defensor del Patrimonio Monumental del Perú.

lunes, 19 de enero de 2009

A PROPÓSITO DE UN ANIVERSARIO MÁS DE LIMA



FORO DE CULTURA Y TURISMO


LA LIMA IRREPARABLE EN EL ANIVERSARIO DE NUESTRA CIUDAD

A continuación publicamos una selección de la famosa disertación de Raúl Porras Barrenechea, titulada el Río, el Puente y la Alameda, cual recordatorio para las generaciones actuales de la ignorancia y ferocidad tradicional de los arrogantes gobernantes de nuestra ciudad y sus secuaces hasta el día de hoy, a pesar de las dichosas encuestas y de las celebraciones fáciles e irresponsables de los medios de comunicación.

"Este convite espiritual de la Galería de Lima y de la Librería Mejía Baca, en conjuro y recuerdo de una “Lima irreparable”, al hemos sido citados, como bomberos de la guardia vieja –que llegaban cuando el siniestro había terminado-, Gálvez, Alayza y yo, tiene sus bemoles de ironía, porque como dice el refrán castizo, “después de ido el conejo, venido el consejo”, aunque pudiera indultarme escapando por el atajo poético, ya que han sido invitados dos poetas, y puedo acogerme al decir del gran ironista que afirmó que solo hay poesía “en el deseo imposible y en el deseo de los irreparable”. Poesía, pues, aunque a la sordina, en esta serie de conferencias y en su lema, con sabor a epitafio.
(…)
No hay duda de que el Perú, más que un país de novela, de leyenda o de sainete, como quieren algunos, es un país de historia. El pasado nos acecha y nos habla, desde todos los recodos de la tierra, desde la huaca prehispánica, el templo colonial, el campo de batalla republicano o la conseja adherida al cerro enhiesto, al muro ciclópeo, a la callejuela romántica o a la encrucijada del viejo camino. Pisamos una tierra antigua que nos ata al pasado, que detiene al progreso si se quiere, en la que angustia al hombre un ansia de perennidad. Fundamos un balneario de lujo y hemos de contener su expansión porque al lado está una de las más viejas necrópolis del Continente y lo estorban las momias y sus artefactos primitivos, asombro de la antropología; establecemos un aeródromo donde confluyen las rutas del Continente y caemos en Limatambo, donde se hallaba el oráculo indio antes de la fundación española; trazamos una avenida y chocamos con el templo en que oraba Santa Rosa, con el estanque de Pizarro o la celda de San Francisco; nos aventuramos a levantar un rascacielos y echamos abajo la casa de Olavide, el limeño que fue amigo de Voltaire, o destrozamos el monasterio de la Concepción donde doña Mencía de Sosa, la “reina del Perú”, oraba junto a la cabeza truncada de Francisco Hernández Girón. A algunos aflige esta aglomeración de recuerdos de una historia imperial, pero hay que conformarse de no haber tenido un pasado más incoloro y no dejarse contaminar por el desdén hacia la historia de todas las culturas de emergencia.
(…)
No es cierto que Lima sea exclusivamente española por su origen, por su formación biológica y social y por su expresión cultural. La fundación española, forjadora perenne de mestizaje, tuvo que contar con dos factores preexistentes: el marco geográfico y el estrato cultural indígena. Ambos influyeron, decisivamente, en aspectos y formas de la peculiaridad de nuestro desarrollo urbano.
(…)
Urge, por esto, mantener vivo el culto de nuestra tradición histórica subsistente en monumentos, en láminas y en libros. El único pasado arcaico digno de eliminarse es aquel que no es nuestro, que no sentimos o que tratamos de vivir falsamente, con propósito espúreo. Debemos volver a nuestro patios, a nuestro balcones, a nuestras huertas, a todos los espacios abiertos, sin humo, ni ruido, ni hollín urbanos, con un regionalismo sano al que las modernas técnicas urbanísticas ligan más con el futuro que con el pasado. Nos corresponde ser custodios libres de nuestra herencia cultural e histórica, amenazada diariamente con la supresión intempestiva, la suplantación legendaria, el remedo extranjero o la estructura exótica e inaparente.
El pasado de Lima no es sólo nuestro, sino de la cultura universal. A nosotros nos toca no dejarlo perecer ni ahogarse en la estandarización creciente de la vida mundial. Havellock Ellis, el autor de Alma en España, declara que desembarcó con su padre, siendo niño, en una ciudad del Pacífico, ciudad de zaguanes y de patios luminosos, de jardines entre cancelas, de iglesias y retablos dorados y que en ella, en nuestra Lima, se enamoró para siempre del alma de España. Marcel Monnier hallaba que en el bullir mestizo y en el juego de luces de muchas ciudades del Pacífico, en Singapur, en San Francisco o en Batavia y en florecientes ciudades norteamericanas faltaba algo que encontraba en Lima: “ella posee –decía- la poesía de los viejos recuerdos, la personalidad anodina y de simple reflejo.
Por incuria y dejadez, por falta de divulgación de nuestros valores históricos, se han arrasado éstos, sistemáticamente, en los últimos cincuenta años. El siglo pasado vio recortar los conventos de San Agustín, de la Merced, de la Encarnación, de Santa Ana y de la Concepción para instalar el mercado (que ahora llaman market). Un hombre de nuestra generación que halló al nacer una Lima llena de prestancia arquitectónica e histórica, única en Sudamérica, ha visto desaparecer sucesivamente, destruidas por la picota, y no por el tiempo, en aras de cualquier interés oportunista, la iglesia de la Caridad y el local de la vieja Universidad de San Marcos en la Plaza de la Inquisición, con sus claustros centenarios, su fachada venerable y el salón general de actos en que funcionó el primer Congreso Constituyente del Perú, donde se escuchó la voz de Unanue, Sánchez Carrión, San Martín y Bolívar y que, en otra parte, hubiera sido objeto de reverencial respeto y cuidado. Ese mismo hombre vería demoler la casa de Olavide, el pequeño relicario de la iglesia de Belén, para dar paso a una avenida que pudo desembocar cien metros más lejos; romper el circuito auspicioso de la Plaza de la Recoleta, que pudo circundarse dejándole en paz; cortarse Santa Clara, recodo característico de la vieja ciudad; caer fulminada la Iglesia de los Desamparados, refugio místico del Conde de Lemos y esfumarse los retablos de Guadalupe. El urbanicidio ha tendido otras veces, con sadismo visible, a alterar la fisonomía esencial del monumento o a destrozar su armonía o su trazo histórico inmemorial, como el caso de la mansión de la Perricholi, convertida en dependencia de una panadería, o en el inexplicable case de haber situado junto a la Recolección de los Descalzos, máxima expresión de silencio de la ciudad colonial, el Club Revólver. En los últimos años hemos presenciado, también, por obra del mismo desborde edilicio, el desbarate de la Plaza Mayor, rotas sus líneas históricas y abatidos sus portales y balcones de rancia prosapia republicana, desaparecer Santa Teresa y parte de San Pedro y mutilarse el gran cenobio franciscano, orgullo de la ciudad e isla de silencio, con sus siete claustros, lámparas de arte y de piedad encendidas en el siglo XVII. Aún los manes republicanos han recibido agravio con la disolución del Parque de la Exposición, gran muestra urbanística del siglo XIX, con sus jardines, bosquecillos y zonas de recreo, probablemente único en su época de Sudamérica. En 1862, en el mismo afán de descaracterización o de innovación irracional y con la protesta de don Ricardo Palma se desbautizó las calles de Lima, que debieran seguirse llamando Santo Domingo, de la Merced, del Arzobispo, de San Francisco, de San Agustín, de Jesús María, de la Recoleta –en sus jirones esenciales- y se les reemplazó por el fácil y barato repertorio geográfico de los nombres de provincias, sin conexión con la historia y la leyenda propias de la ciudad. Y, hace poco, se dio el nombre de República de Panamá –que cuadraría bien en cualquier parte- a la Avenida Limatambo, eliminando de nuestra nomenclatura urbana el nombre del sitio originario de la ciudad y se rechazó llamar Avenida Ricardo Palma a la Avenida Abancay, recién abierta y que tiene otro tramo con ese nombre, rehusando asociar al más insigne nombre de nuestra literatura y de la historia limeña, a la calle en que reconstruyó la Biblioteca Nacional y vivió sus años de madurez y de gloria.
Entretanto, proponía yo, en el Club de Leones, que en las vegas del Rímac, en los claustros y en los solares históricos, donde deben vagar las sombras destructoras de Pachacamac, Carlos III y Matías Maestro, se pidiese una tregua, y que se nos dejase, por lo menos, a los limeños viejos, el río hablador de los yungas, el puente de cal y canto de Montesclaros o de Merimée, incorporado a la leyenda universal de Lima y que los frailes, dentro de sus claustros amenazados, agreguen, entre sus rezos matutinos, este ruego suplicante para la ciudad: “De los alcaldes, de los terremotos y de los urbanizadores, líbranos Señor”.

RAÚL PORRAS BARRENECHEA.